Cansancio compartido: crónica de un viaje cotidiano – Erika Reyes

Por: Erika Reyes

Todos hemos estado ahí, en ese trayecto indefinido del transporte público donde dejamos de ser lo que somos para convertirnos simplemente en pasajeros. Es un lugar tan íntimo y público a la vez. Pero en medio de esa cotidianidad, ¿qué es lo que estamos dejando de ver?

En este viaje, uno de tantos que emprendo casi todos los días de la semana —de mi casa a la universidad y de la universidad a mi casa— en San José del Cabo, Baja California Sur, decidí documentar —sin juzgar ni intervenir— lo que suele ocultar este espacio tan habitual.

Mi primer trayecto parte a las 8:00 a.m.

El vehículo es blanco con franjas rojas ya desgastadas. Los asientos enfrentados,  de vinilo color café muestran marcas del tiempo: algunos están rotos, otros parchados. Las ventanas van abiertas para mitigar el calor, y el sonido del motor se mezcla con el de la calle, las voces y una bocina que reproduce música de varios géneros: cumbias, baladas y hasta rock. En el frente cuelga una imagen religiosa, como si se encomendara el camino al azar o a la fe. El conductor, con una botella de agua a su lado, maniobra el volante con una mano, mientras con la otra cobra el pasaje. Hay algo automático en su movimiento, casi mecánico, pero su rostro mantiene un gesto sereno, como si llevar decenas de vidas en su vehículo no le pesara.

Los espacios del transporte también tienen jerarquías no escritas: los primeros asientos, destinados a personas mayores, mujeres con niños o personas con discapacidad, rara vez se quedan vacíos. En medio viajan quienes deben bajar pronto y permanecen atentos. Al fondo, los estudiantes, los trabajadores cansados, los que no alcanzaron asiento. Ese orden invisible también revela algo de nuestras costumbres y acuerdos sociales.

Empiezo a notar un silencio; no es absoluto ni incómodo, pero es denso. Nadie se mira a los ojos. Casi todos están inmersos en sus teléfonos celulares, mirando por la ventana o simplemente dejando que el trayecto pase. La comunicación se reduce a frases funcionales: “buenos días”, “bajan”, “gracias”, “por favor”, “Dios le bendiga” —dicen las viejitas dulcemente—.

Observo a un adulto mayor que, con dificultad, logró subir al autobús. Se sienta y, a diferencia de la mayoría, mira a todos con atención. Intenta iniciar una conversación con quien tiene enfrente. Intuyo que busca alguna conexión, contacto humano en medio del anonimato rutinario. También veo a una madre con sus dos hijos pequeños. Le ceden el asiento y ella, en todo momento, está al pendiente de los niños. A veces tiene que llamarles la atención por su inquietud, pero el resto de los pasajeros parece recibir su presencia con agrado. Los niños también observan: son atentos, curiosos, todavía sin esa barrera que más tarde nos aísla.

Un grupo de trabajadores con uniforme de empresas de construcción viaja al fondo. Llevan mochilas, botellas de agua y termos —que tal vez contienen café para mantenerse despiertos—; sus rostros están marcados por el cansancio. Algunos cabecean de sueño, otros miran sin expresión. Prefieren no hablar. Más adelante, algunos estudiantes universitarios viajan con audífonos puestos, revisan sus celulares o simplemente duermen. Sus rostros también son serios. El viaje es un paréntesis para desconectar, no para convivir. En esta hora del día, a pesar de que todos tienen compromisos, la rutina se siente más tranquila. Es como si la resignación hubiera reemplazado a la prisa.

El trayecto de regreso a casa empieza a las 3:30 p.m., y con él, el ambiente cambia drásticamente. Se siente más nostálgico, más pesado; quizá porque comienzo a reflexionar sobre mi día. Pero tal vez no soy la única. Observo que las posturas corporales son más encorvadas, los rostros están inclinados hacia el suelo. El cansancio se vuelve colectivo, palpable. Casi no hay niños ya. Predomina una multitud de adultos con mochilas, snacks o simplemente ganas de llegar a casa. Enseguida llegamos al centro de San José del Cabo y un joven se sube con una bocina, empieza a cantar. Pocos lo miran. Él tampoco busca miradas. Se asoma por la ventana como si estuviera en otro mundo, como si su canción lo transportara a algún lugar más amable.

Casi nadie sonríe. Hay algo triste en ese silencio compartido. Las miradas son esquivas. El lenguaje corporal es defensivo: brazos cruzados, cabezas recargadas en los asientos o en los cristales de las ventanas, cuerpos recogidos, como queriendo desaparecer. Solo algunos jóvenes conversan entre ellos. El resto simplemente existe, avanza, aguanta. A las 4:00 p.m., ya no puedo seguir observando. Me invade ese cansancio compartido que flota en el aire y, sin darme cuenta, me quedo dormida.

Ya en la quietud de mi casa, reflexiono y llego a esta conclusión: el transporte público no es solo un lugar de paso, es un reflejo de cómo nos movemos por la vida: con prisa, con rutinas, con cansancio, pero también con humanidad. Compartimos el mismo espacio por un rato, pero casi nunca nos miramos. Es algo que Marc Augé llama un no-lugar: un sitio de tránsito donde todo es rápido, funcional, sin huellas. Y, sin embargo, incluso ahí, hay gestos, silencios, historias pequeñas que dicen mucho. Quizá por eso valga la pena detenerse un momento, únicamente con la mirada, para no olvidar que todos estamos contando y compartiendo algo, aunque sea en silencio.

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